¿Qué es corrupción? ¿Y tú me lo preguntas?...




Partiendo que la mayoría de nuestros acciones son mesurables en cuanto a su moralidad/honestidad y bondades/maldades, forzoso es admitir que, ni nosotros ni nuestros actos, tenemos la misma resonancia social, ni las mismas oportunidades de que esas acciones fructifiquen en un mayor daño/beneficio para nuestro comunes. 

Por ejemplo, el daño y la repercusión social provocado por alguien que se cuela en el metro, no es, ni con mucho, el mismo que el supuestamente haya causado Luis Bárcenas. Posiblemente tampoco lo sean todos los motivos, aunque en ambos subyace claramente un profundo desprecio por el concepto de "ciudadano" que siempre he defendido en este blog: individuo conocedor y defensor de sus derechos, conocedor y cumplidor de sus deberes, y conocedor y dispuesto a usar los medios legítimos para cambiar unos y otros.

Pero igualmente entiendo que la corrupción es la negación de moral, honestidad y ética, puesto que quien las posea no actúa de forma corrupta. Por eso creo que ambos, el que se cuela y el que se llena los bolsillos ilegítimamente, son corruptos, por inmorales, deshonestos y faltos de ética.

El primer eslabón para entender la bastante generalizada actitud del "sí, pero no" reinante en la sociedad española –los corruptos se llenan los bolsillos, se sabe, pero vuelven a triunfar o a ser elegidos–, hay que buscarla en  que, para esta sociedad, todo es graduable, relativizable y está ahí, como el viento no es de nadie. Popularmente no es tan digno de censura no pagar el billete de Metro (como es del Ayuntamiento), que llevarse millones que son de todos. 


Esto es muy significativo porque tras esa relativización, se oculta la pequeña corrupción –la que está al alcance de casi todos–, no ocurre igual con la gran corrupción –la que únicamente está al alcance de las castas– y que igualmente relativizamos, si viene de la mano del que nos corrompe. Sin obviar que, cuando se hace, esta gran corrupción se ataca más por no estar al alcance del que la critica, que por su intrínseca perversión. 



Ésta, en mi opinión, es una de las más importantes razones por la que el clientelismo, triunfa en nuestras latitudes, como no ocurre en otros lugares: pequeños untes, pequeños privilegios –migajas para los grandes corruptos–, que nos permiten ir tirando, sin mayor esfuerzo ni trabajo, al margen de que éste escasee.

Y esta condición no es exclusiva del las clases bajas, de zonas agrícolas. Las clases más preparadas, si bien en menor medida, no le hace ascos a estas corruptelas. Es un hecho socio-cultural que nos viene desde antiguo, aunque bien es cierto que en la actualidad salta, gracias a la imparable libertad de las redes, a primerísimo plano. Hoy conocemos de obras en propiedades privadas pagadas con dinero público (de todos); de mariscadas auto-solidarias, costeadas con dinero de gobiernos autonómicos (de todos); de asientos en finales de fútbol o tenis pagadas por todos; de obras públicas, adjudicadas a dedo, previo cuantiosos untes que finalmente se pagarán por todos; de compensaciones tarifarias a grandes oligopolios, a cambio de retiros dorados para políticos amortizados, que se terminarán pagando por todos; de faraónicos aeropuertos, polideportivos, innecesarias autopistas y otras costosas obras que, sí o sí, acabarán siendo sufragadas por todos. La lista es ampliable hasta el infinito.


Quizás, a quién siga este blog, le suene a reiterativa mi insistencia en esto de mi denuncia de toda la corrupción. No sólo de la gran corrupción. Cierto, que ésta es mucho más devastadora que la pequeña corrupción, mientras ésta es tan, o más, dañina porque ataca las bases de la propia sociedad civil. Tengo el convencimiento, y es justo lo que pretendo transmitir, de que o erradicamos con una acción contundente desde la escuela ésta última, o jamás venceremos a la gran corrupción. Igualmente, y en paralelo, deberemos luchar judicialmente contra la gran corrupción, castigando fuertemente la prevaricación y aumentando las penas en base a la devolución de lo apropiado o desviado.

Finalizo, afirmando que, como en la Ley de Mahoma, tan corrupto es el que da, como el que toma. Quién lo es más o quién lo es menos, es cuestión a ser determinada por los tribunales que, para nuestra perdición, tampoco se escapan de la corrupción.



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